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La llamada

La mirada del loboMi perro ha comido. Se ha zampado su ración de pienso y un poco de pollo que sobró de la cena. Ahora lo celebra revolcándose sobre la hierba. Se gira, se vuelve a girar, se tumba boca arriba y mueve el lomo directamente contra la madre Tierra. Siempre lo hace, después de comer y, sinceramente, es un espectáculo agradecido. Contemplar como transforma esas bolitas redondas y malolientes, que le colocamos en el comedero una vez al día,  en alegría vital puede considerarse un verdadero milagro.

Cuando termina con sus revolcones, se queda sentado y me contempla (con toda probabilidad se pregunta por qué no hago lo mismo) desde el calvero de tierra que ha provocado con su costumbre y me observa, por detrás del pelo rizado, con sus ojitos redondos, risueños, de felicidad sencilla.

Mi perro no es muy inteligente pero tiene la ventaja de que no publica en redes sociales y no se le nota mucho. Digamos que todo queda en casa. Algunos humanos no tienen tan sanas costumbres como mi perro. Hay humanos que no se revuelcan jamás sobre la hierba fresca y se pasan el día enganchados al móvil, enfrascados en las efímeras bobadas que aparecen continuamente y sin descanso en su pantalla. Entonces se les ve el plumero, pero eso es harina de otro costal y no es asunto mío. Allá cada uno con su manera de malgastar la vida.

Lo primero que llama la atención de Yago, el perro de aguas del que hablo, son sus orejas largas, peludas y caídas. Cuando comienza a correr y alean a lado y lado de la cabeza le dan un infantil y adorable aspecto de perrito de peluche. Sus ojitos redondos (que a veces, detrás de los rizos deben imaginarse) y por encima de estos la frente que, rápidamente se curva y lleva hasta el cogote.

Este detalle de la frente tiene su importancia. A la mayor parte de las personas se les pasa por alto pero,para mí, es importante porque me retrotrae a mi infancia. A mi infancia de niño trasplantado en un pueblo, verdaderamente una aldea, de los montes cantábricos. Pues bien, en ese trozo de tierra virgen, mis abuelos criaban, por la época en la que quien escribe estas líneas andaba por los cuatro años de edad, una perra que respondía al nombre de Sola (femenino de Sol) y que, en realidad no pertenecía al género de los canes domésticos sino que formaba parte de una estirpe de cazadores que no ha sido todavía sometida por el hombre. Era una loba. Hija de una de aquellas jaurías de lobos libres que dominan aquellas montañas del norte de España. Desconozco cómo llegó hasta la casona familiar pero sí sé que, aunque fiel, siempre mantuvo una cierta distancia hacia todos los humanos y, más incluso, con los perros de la aldea.

Solo, a veces, en las frías tardes de invierno, si la puerta de la cuadra había quedado cerrada y no podía tumbarse junto a un potrillo o un ternero, la veíamos entrar en casa y acercarse, prudentemente, a las llamas que ardían bajo los baldosines de la trébede. Fue en una de esas ocasiones que pude contemplarla sin que me esquivara. Sus ojos grises, casi blancos, alargados, oblicuos eran señal inequívoca de libertad, de individualismo, de profundidad. Las orejas pingadas, con unos pabellones auditivos pequeños y ágiles. Nada en su aspecto recordaba a un peluche…

Por último, la frente, que arrancaba desde los ojos y que se elevaba por encima de ella y no se curvaba hacia atrás, más que varios dedos después de haber subido hacia lo alto. Pero ese fue un detalle que me pasó inadvertido durante años y que, de no haber escuchado aquella historia que tenía como protagonista a uno de aquellos altos cargos eclesiásticos españoles que atesoraban en sus sotanas más poder del que ningún Papa de Roma podía soñar. Sin embargo, era necesario guardar las formas y este canónigo, de arcipreste para arriba en la escala de mandos religiosos,  se tuvo que presentar ante la curia romana, se plantó ante el Papa y este, sorprendido de que alguien con el poder que tenía aquel español se arrodillase ante él le pidió que se levantara. Disculpe su Santidad, pero no me he arrodillado, estoy en pie. El Papa, al ver que había metido la pata, trató de disculparse. No se preocupe su Santidad, la altura de los hombres no se mide desde los pies hasta la cabeza sino desde las cejas hasta el fin de la frente. Después de esta respuesta suponemos que el Papa fue consciente de que aquel hombre no era ningún pelagatos y que si había alcanzado la posición cimera que su hábito denotaba no había sido ni por su cara bonita, ni por su planta de galán.

Para cuando comprendí que esa amplia frente de Sola, la loba del cantábrico, era un signo de inteligencia, ya hacía muchos años que ella retomó el camino de los lobos. Abandonó el cálido fuego del hogar, elevó su hocico y con sus ojillos grises penetró en la noche. A lo lejos los aullidos de lobos que la reclamaban. Era la llamada de la libertad, un  privilegio que no todas las mentes alcanzan a comprender.

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